jueves, 8 de noviembre de 2007

En el fondo...

Los domingos nunca me gustaron. A pesar de que tradicionalmente durante mi niñez fueron días divertidos, el ocaso siempre me sorprendía con una tristeza infinita. Muchos los pasé solo. Escuchando música todo el día, bebiendo cerveza, fumando. En algún tiempo estuve atrapado en el círculo vicioso de los domingos. Despertaba con una resaca monumental después de una larga madrugada de excesos. Sin ánimos de nada, sólo alcanzaba a encender la radio y me evadía en los acordes de la música. Bajaba al refrigerador por una cerveza y volvía al mundo imaginario de mi cama. Song for guy fue una canción que me marcó para siempre. Sus primeras notas son de una melancolía desesperante. Siempre la tocaban entre nueve y diez de la noche. Justo a esa hora comenzaba a sentir que mi vida, entonces todavía muy corta, no había servido para nada. Tenía un hijo y una mujer que para entonces ya no vivían conmigo, una carrera trunca, un trabajo muy redituable y la soledad era mi real y mejor compañía. El alcohol ya empezaba a cobrarme la factura. Para entonces ya no recibía llamadas ni visitas; los domingos pasaban l-e-n-t-o, muy lento. Mi vida en general marchaba a toda prisa. Quería comerme el mundo a puños. A los 21 años me sentía acabado. En ese tiempo miraba caer la tarde dominical reflejada en el techo de mi habitación. Muchas veces, Song for guy me acompañó enmedio de una oscuridad total y mis lágrimas mojaron sus últimos acordes. Muy en el fondo, enmedio de la nada y sumergido en mi cama, pensaba que ya era tiempo de dejarlo todo. Para bien o para mal. Pero había que hacer algo. No podía dejar que mi vida se consumiera tan lenta y dolorosamente dentro de botellas de cerveza. No podía dejar que la vida se me elevara por los aires y se la llevara el viento que alejaba el olor a mariguana. Tenía que levantarme de ahí y de verdad lo intenté muchas veces sin éxito. Para mi fortuna, ahora lo valoro así, todavía me faltaba mucho por caer y en esa caida me acompañaron irremediablemente los Waterboys con todo y esa maravilla llamada The whole of the moon.





"Revolcándose en el punto y a parte de la idolatría por la admirada perfección de "la amorosa", The Whole of the moon. El todo de la luna. Idea Musical. The Waterboys". Así presentaba Rock 101 esta canción. Con ella también sucumbí. Su letra me hacía volar. Recostado en la cama, mirando al techo con una cerveza en la mano y un cigarrillo en la otra, pensaba en cómo sería ver El todo de la luna. Nunca la mente me alcanzó para imaginarme tanta belleza reunida. Lo más que llegaba a recordar era el famoso conejo que, dicen, se esconde en aquel lugar. Me veía cruzando océanos repletos de lágrimas. Unicornios y bolas de fuego. Veía todo tan alto, tan lejos, tan cerca, pero nunca pude ver El todo de la luna. Siempre que estaba a punto, llegaba Cat Stevens a recordarme que aún no era tiempo de hacer cambios. Todavía había un tramo en caída libre. Muchas lágrimas más habrían de rodar cuando a mi mente llegara el recuerdo de que era padre y tenía un hijo. Para eso me sirvió, y me sirvirá para el resto de mis días, Father and son.




Father and son me sigue haciendo llorar. En aquel entonces me provocaba un enorme sentimiento de culpa. Sentía que de alguna manera mis excesos no me permitirían nunca tener una conversación con mi hijo. Me sentía perdido en un cuerpo que no era el mío. Sentía una responsabilidad para la que definitivamente no estaba preparado. Todo era mucho más grande y más fuerte que yo. Quería tenerlo de regreso, abrazarlo, decirle que lo amaba, pero de nuevo mi forma de ser, pensar y actuar construían una barrera infranqueable entre lo que sentía y lo que hacía. En una parte de la canción, Cat Stevens afirma, "mírame a mí, soy viejo, pero feliz". Yo sólo atinaba a decir "Mírame a mí. Soy joven, pero infeliz". Hasta el fondo de mí, algo me decía que contrario a lo que decía el poeta británico "sí era tiempo de hacer cambios". Yo no podía seguir tomándome todo con calma. A mí la vida se me estaba escapando entre las manos. Por fortuna poco tiempo después conocí a alguien que me enseño que aún había tiempo de cambiar al mundo. Por lo menos el mío.



Pero no iba a ser tan fácil. Cambiar mi mundo no era una tarea sencilla. Necesitaba ganas, necesitaba tiempo. Hoy estoy convencido de que necesitaba ir más abajo. Hasta donde vive desde hace algunos años Frank Zappa y su emblemático "Watermelon in heaster hay". Todos esos domingos el sonido hipnótico de la guitarra me arrastraba a las profundidades de un abismo. La cerveza y el vodka apenas lograban refrescarme la boca reseca. Nunca olvidaré la tarde en que Zappa comenzó a desgarrar las cuerdas con un volumen inusitado. Yo iba descendiendo a ese pozo de fondo verde lleno de neblina y apenas alcancé a escuchar los gritos de un hombre que pretendía tirar mi puerta. Era mi padre. Sus toquidos se escuchaban tan lejos que por un momento pensé que estaría a kilómetros de ahí. Cuando logré enfocar la mirada ya lo tenía parado en la entrada de mi recámara. Sus ojos se llenaron de tristeza. Los míos, de vergüenza. A Zappa nada de esto le importó. El siguió tocando fuerte y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. A fin de cuentas, no había nada comparable con el requinto de "Watermelon in heaster hay".





Justo cuando Zappa dejó de tocar, yo ya lo había perdido todo. En la pared de mi habitación un profeta imaginario había escrito "parece que el fin se acerca. Hasta los instrumentos de la muerte brillan con el sol. Con sueños, con pesadillas". Quizá por eso aún le tengo miedo al día de mañana. En aquella ocasión recuerdo que mi padre se transformó en un Rey Carmesí que intentó blandir su espada. Su furia casi me alcanza. No sé qué tanto gritó. Sus palabras eran una masa de ideas sin definir o por lo menos sin procesar dentro de mi cerebro. Hablaba de prisa. Yo hacía grandes esfuerzos por sostenerle la mirada, pero me era imposible hacer que mis ojos se encontraran con los suyos. Los míos estaban en un mundo lejano, oscuro, ruidoso; las piernas no me respondían. Intenté ponerme de pie y mi caída nadie pudo detenerla. Me quedé en el suelo y fue cuando entendí las últimas palabras que masculló mi padre: Estoy frente a tu Epitafio. Y le creí.




Cuando abrí los ojos ya era lunes y los lunes no eran un día mejor. Siempre fueron el inicio de una serie de desventuras alimentadas por mis excesos de viernes a domingo. Ese lunes en particular me volví a despertar con una resaca brutal. El cuerpo me temblaba sin control, mi cabeza no estaba en su lugar, el estómago era un campo minado. Para mí, el agua estaba prohibida. Tenía la lengua partida por la mitad y por ahí se me escapaba hasta la última gota de cerveza. Con todos esos malestares tenía que ir a trabajar. Cuando me metí a la ducha las gotas de agua caliente se clavaban en mi piel como agujas. A pesar de la temperatura del líquido, el frío en mi interior era polar. Una vez que logré vestirme correctamente salí de casa y conduje mi mi auto con una paranoia infame. Una inexistente música de mariachi sonaba lejana. Sudaba frío y por las piernas empezaban a subir insectos invisibles que me obligaban a rascarme con fuerza. "Una noche más como esta", pensé, y prendí la radio. Necesitaba una Cura.




El remedio no me ayudó lo suficiente. Si bien elevó un poco mis ánimos, no fue capaz de desaparecer las sensaciones. Un coctel de sonidos lejanos me perseguía. Las líneas de la carretera se hacían una sola frente a mis ojos. Necesita parar, refrescarme un poco y llegar hasta el local donde mi cliente me entregaría un jugoso cheque que sería destinado a pagar mis deudas y mis placeres. Cuando apareció al costado del camino una arbolada no pude más. Tomé el acotamiento, luego una pequeña desviación y me interné en un pueblo donde hace algunos años un impertinente quiso construir un aeropuerto. Era medio día y el lugar parecía olvidado. Paré en una tienda y compré una cerveza. Regresé al auto y tres chicos imaginarios me recordaron que no era bueno beber solo, así que bajé de nuevo y compré tres más. Todos brindamos.




Después de ver el fondo de las cuatro botellas regresé a mi actividad normal. Ya sin música, insectos ni amigos imaginarios retomé mi camino y fui en busca de mi cheque. La recepcionista que me lo entregó debió haber notado mi estado. Sin contestarme siquiera el "buenas tardes" me extendió el documento, se dio media vuelta y desapareció detrás de un biombo. Yo hice lo propio. Salí casi corriendo de ahí para llegar al banco. El dinero fresco le inyectó un poco de sentido a mi vida. Visité a dos clientes más y logré un par de generosas ventas. El reloj marcaba las cuatro de la tarde y mi día estaba hecho. Emprendí el largo camino de vuelta a casa y sucedió lo que tenía que suceder. Cuando estaba a escasas cuadras de mi refugio, decidí que era buena hora para ir a buscar a Víc. Grave error. Cuando llegué a su casa las ventanas estaban abiertas. Le grité sin obtener respuesta. Esperé. Nada. Adentro, Carlos Santana tocaba una de sus mejores piezas. Varios minutos después, Vic apareció. Lo primero que me dijo es que estaba fumando mariguana y que pensaba pronto viajar a Europa. Sin darme cuenta, hicimos maletas y emprendí el último viaje.




Lo primero que hicimos fue "forjar" un verde cigarrillo. Después compramos cervezas y vodka. Santana seguía haciéndole el amor a su guitarra con una lentitud sorprendente. Plática de borrachos. Todas eran exactamente iguales. Sueños de grandeza. El borracho siempre está a un paso de dar el gran golpe. El borracho vive acompañado de la razón. El borracho toda la vida está rodeado de sus mejores amigos. El borracho siempre se quita la camisa para ponersela a alguien más. Es solidario. Franco. Violento a veces. A medida que el alcohol va tomándoselo a él, el borracho se convierte en un ser hilarante, ocurrente, con una agilidad mental más educada que la de mucha gente que asegura ir sobria por esta vida. El borracho se sabe todas las canciones y difícilmente dejará escuchar a alguien más algo diferente a lo que a él le gusta. Por eso yo siempre busqué borrachos que fueran afines a mi música. En este último viaje, tanto Víctor como yo llevábamos las maletas repletas de sueños, de planes, de proyectos que quizá nunca verían la luz. De eso trataban nuestras pláticas de borrachos. La noche cayó por primera vez sin darnos cuenta. Le siguió el día, la tarde y de nuevo la noche. Mientras hubiera dinero habría droga y alcohol. Mientras hubiera alcohol habría aventura. Mientras hubiera aventura valía la pena la vida. Al tercer día nos sorprendió el temido monstruo de la resaca. Vic estaba inerte. Yo volteaba constantemente hacia la puerta que da a la calle. El reloj marcaba las siete. Nunca supe si de la mañana o de la tarde, porque con el único sentido que me quedaba disponible hacía todo para aferrame a la vida. Por más placentero que resultara, no estaba dispuesto a morir en Verano. Ni siquiera así, intoxicado por los hechizos de una Bruja Cósmica.




No sé cuántas horas estuve así ni qué hice, pero cuando recobré la conciencia ya estaba abordo de mi auto nuevamente. Era de noche. Cuando puse en marcha el motor, el miedo se apoderó de mí. Un temblor comenzó a alojarse en mi cuerpo. Manejé con precacución o por lo menos eso creo, ya que llegué a casa sano y salvo. De inmediato me dirigí al refrigerador y saqué la última cerveza que había. Subí las escaleras lo más rápido que pude, encendí el radio. Pink Floyd tocaba Wish you were here. Me tumbé en la cama y pensé en quién podría desear estar conmigo ahí. Nadie. Mi entorno era un caos. La ropa sucia de varias semanas esparcida por toda la casa se convertía en una trampa letal. El ambiente estaba siempre lleno de nauseabundo tabaco. Decenas de fotografías decoraban tristemente el piso. Ni siquiera el techo lucía inmaculado. El blanco había dado paso a un asqueroso amarillo provocado por el humo de cigarro. Aunque yo nunca había vivido así, ahora me sentía cómodo. Quizá porque estaba Confortablemente aturdido.




Los dos días siguientes creo que no me levanté. No pude hacerlo. Con una fuerza de voluntad que hasta entonces no conocía, me quedé encerrado en la casa. Había momentos en que sentía que me estaba volviendo loco, pero me había jurado no volver a beber. La cruda fue monumental. Mi desesperación llegó a tal grado que me autoinyecté un suero. Mil mililitros de glucosa al 5 por ciento. El pinchazo fue certero y cuando logré regular la frecuencia de la gota, comencé a sentir cómo poco a poco regresaba por mis venas la vida. El brazo se me fue congelando. Después de seis horas, dejé de temblar. Comenzaba a sentirme deveras bien. Aún le faltaban 100 mililitros a la botella y decidí quitarme la aguja. Después de encender un cigarro tomé otra decisión definitiva. Me puse de pie y comencé a recoger los fragmentos de esta vida que aún estaban regados por todo el lugar. Levanté la ropa, sacudí, me di un buen baño, encendí otro cigarro, seguí limpiando, quité de las paredes las huellas de algún zapato, cambié la ropa de cama, alimenté a mis olvidados peces y ya en el delirio de la exageración prendí una ridícula varita de incienso. Aspiré. Todo estaba bien. Cuando me asomé a la ventana ya había caído la noche. Me senté en el sofá y justo cuando había decido irme a dormir, sonó el timbre de la casa. Era Vic. Venía acompañado de Karla y de Miroslava. Traían cervezas. Por un momento no supe qué hacer. Intenté mantenerme en silencio para que creyeran que no me encontraba en casa. No se iban. Los tres comenzaron a gritar mi nombre. Después de varios minutos, salí. Los invité a pasar. El giro que horas antes le había dado a mi vida estaba a segundos de detenerse en el punto de partida. Sin embargo, pensé, era un Día Perfecto.




Y ahí estaba de nuevo dispuesto a arrojarme por el tobogán. Una noche más de fiesta a la que intenté resistirme. Sucumbí de nuevo al alcohol; aunque en un principio quise medirme, no hubo nadie que detuviera mi caída. La juerga fue interminable. Enmedio de la borrachera permanente, la televisión anunció la muerte de Fredy Mercury. A muchos años de aquella noticia, Victor insiste en que ese día lloró. Yo nunca lo vi. Recuerdo que cantamos fuerte We are the champions! Ahí estaban dos perdedores creyéndose los campeones. Cuando por fin nos alcanzó la resaca su castigo fue brutal. Al menos para mí. De nuevo me envolvió un manto de delirio. Vómitos, dolor de cabeza, la carne trémula palpitaba sin ningún control. La soledad absoluta. Mi madre llamó por teléfono y fingí estar bien. En cuanto colgué volví a derrumbarme. Otro suero. Cientos de cigarros. Frío y calor. El cuerpo entero era un enjambre de homigas hambrientas. Así pasaron dos días con sus infernales e insomnes noches. Cuando pude ponerme en pie avancé a paso muy lento. Me duché con agua helada. Me puse un traje, corbata, zapatos limpios y observé con atención todo mi entorno. No me gustó lo que vi. Salí de ahí, subí al auto, encendí la radio y supe que tenía que hacer algo importante ya. Y lo haría, como siempre, A mi manera.




Manejé durante una hora enmedio de un tráfico atroz. REM me ponía de buenas con su éxito Loosing my religion. Tal vez porque yo ya había perdido mucho más que eso. Durante un semáforo en rojo revisé mis bolsillos y encontré el número de doña Dolores, la persona que meses antes me había convencido de que aún estaba a tiempo de cambiar mi mundo. En cuanto pude le llamé. Quedamos de vernos dos horas más tarde sobre el circuito interior. Llegué puntual. Lo primero que hice fue preguntarle por su hija, Marcela, una buena amiga que me soportó casi todo. Ella estaba bien. Su matrimonio naufragó años después, pero en aquel entonces todavía era feliz. Doña Lola y yo platicamos durante horas y finalmente me convenció de lo evidente. Nos despedimos y me fui a casa convencido de que tenía problemas con mi forma de beber. Un trago más sería fatal. Esa noche, después de muchas lunas, pude dormir tranquilo. Al día siguiente convoqué a toda mi familia a mi primera y única rueda de prensa. Muy serio les dije a todos: anoche decidí que no vuelvo a beber. Sinceramente esperaba su aprobación, pero nunca llegó, quizá porque durante años les hice la misma promesa, pero hoy era distinto. No le estaba prometiendo nada a nadie. Todos se quedaron en silencio y poco a poco comenzaron a salir de mi casa sin despedirse. Mi madre salió al final. Se detuvo, me abrazó y con los ojos llenos de lágrimas dijo muy quedito: No te rindas.



La primera semana fue la más difícil. Tenía que cambiar mi forma de ser, de pensar y de actuar. Estaba acostumbrado a levantarme tarde. Mi refrigerador casi siempre estuvo repleto de alcohol. Todo se fue a la basura. Las mañanas no eran tan pesadas, pero las tardes y las noches eran infernales. Víctor, a quien siempre he considerado mi mejor amigo, me buscaba afanosamente. Creo que nunca pude explicarle por qué había dejado de beber. En ese entonces mi mayor temor era su insistencia, hasta que finalmente me hice a la idea de que era más fácil que él me convenciera a mí para volver a beber a que yo lo convenciera a él de que ya no bebía. Después de algunos cortones impresionantes, el buen Vic dejó de insistir. Ahora tenía que lidiar con el segundo círculo de borrachos. Comparsas ocasionales que no tenían un mejor refugio que mi domicilio. Recuerdo bien al famoso "Penas". Un bebedor empedernido que vivía a dos casas de la mía. En una ocasión tuve la desdicha de invitarle una cerveza. Gustoso aceptó. A los cinco minutos ya estaba instalado en mi sala con una botella de brandy y su guitarra en la mano. Comenzó a cantar las de José José, después dio el giro a Juan Gabriel, más tarde vinieron los tríos. A las dos de la mañana me di por vencido y le dije que me iba a dormir. Muy cautelosamente el Penas me preguntó si no me importaba que él se terminara la botella. Le dije que no y me dirigí a mi habitación. A la mañana siguiente el infeliz roncaba cual vaca en mi sofa que, por cierto, había quemado con un cigarro. Menté madres, pero ni siquiera lo desperté. Ese día salí a trabajar. Regresé por la noche con la esperanza de que ya no estuviera este tipo. Abrí la puerta y lo primero que vi fue al Penas blandiendo su guitarra en el aire. Estaba completamente ebrio. Me ofreció una cerveza que por supuesto acepté. De nuevo el cansancio me venció y me fui a dormir. A la mañana siguiente ¡AHI ESTABA!. ¡Carajo!, pensé, ¡este cabrón no va a salir nunca de aquí! Desesperado, fui a buscar a la madre del Penas y, con toda la pena del mundo, le pedí que sacara a su hijo de mi casa. Y ahí va la pobre mujer. Con grandes esfuerzos se llevó en hombros al borracho de treintaitantos años hasta la comodidad de su cama. Pasaron muchas semanas sin que lo volviera a encontrar. El día que nos cruzamos de frente evitó mi saludo. En fin. ¡Así son los borrachos!, pensé. Como decía líneas arriba, hice grandes esfuerzos para ahuyentar de mi casa a toda esta fauna, pero después de una cuarta semana de negativas continuas lo logré. Nadie me volvió a buscar. Sólo llevaba un mes sin alcohol y mi vida empezaba a dar el giro que siempre había esperado. Sin darme cuenta, estaba a bordo de una nave más confortable y había despegado para emprender mi propia Odisea espacial.



Regreso pronto!